Fe de erratas en Montevideo
Montevideo es la ciudad que asimila la tristeza del tango que cantan y bailan en Buenos Aires. Es la urbe de Benedetti, ese señor bajito y con bigote que escribía poemas y que se murió de amor y de pena hace unos mesas, allá por el mes de mayo, dejándonos a muchos huérfanos de nuevas palabras, de emociones escritas y de sueños de papel impreso.
La ciudad de don Mario es una ciudad sin sonrisa a la que llegué por mar y me marche volando. Tres días para ver emigrantes, conocer al general Artigas en su estatua ecuestre y pasear por las calles y avenidas buscando la poesía de Benedetti. Encontré palabras perdidas en un mercadillo y me traje unas pulseras elaboradas a base de tenedores, cucharas y otros utensilios de comida. Deambulé por la noche montevidiana y me refugié en el único Pub abierto en toda la urbe. Cansado ya del mismo dibujo nocturno solicité cambiar de aires, buscar otro refugio antes de que llegara el alba. Que los santurrones y santurronas de boquilla no se asusten que ni quería ni buscaba lugares de mal vivir ni de señoras putas, sólo un lugar donde tomar la última copa, apurando la última cruz clavada en mis resacas.
Y Montevideo nos sonrió con luna llena mientras mis acompañantes y yo viajábamos en el taxi rumbo al nuevo refugio, navegando entre avenidas, buscando el abrigo del puerto que en este caso olía a whiky en vez de a salitre. Pagamos la carrera y nuestro nuevo destino me dejó sin palabras y eso que tenía la boca abierta mientras mis amigos de Montevideo caminaban sin pausa hacia el nuevo destino.
En un momento dado intuí que nuestro nuevo puerto no era más que un lugar de tránsito hacia el refugio definitivo, y entonces caminé tranquilo y entre la gente, más bien escasa del lugar, busqué a Benedetti que, como es obvio, ni estaba ni se le esperaba a esas horas y en ese lugar. Pronto comprendí que aquel era nuestro destino, que no habría tránsito, que aquel era el Pub buscado. Lo digo porque me sentaron en una mesa y llamaron al camarero. Mire a todos lados incrédulo y tras pensarlo dos minutos, pedí una botella de agua. Que coño iba a pedir en la estación central de autobuses, lugar donde me habían llevado para tomar la última copa. Luego pedí un café y un croassant para asombro de mis colegas sudamericanos que seguían con su gin. Poco después desconecté, entre anuncios por altavoz de líneas que iban a lugares que ni sabía que existían, y pensé en Don Mario y su frase "el futuro no es una página en blanco es una fe de erratas" y mi futuro era la cama de mi hotel, mi fe de erratas de una noche en la estación de autobuses de Montevideo. Y además, no encontré a Benedetti.
Montevideo es la ciudad que asimila la tristeza del tango que cantan y bailan en Buenos Aires. Es la urbe de Benedetti, ese señor bajito y con bigote que escribía poemas y que se murió de amor y de pena hace unos mesas, allá por el mes de mayo, dejándonos a muchos huérfanos de nuevas palabras, de emociones escritas y de sueños de papel impreso.
La ciudad de don Mario es una ciudad sin sonrisa a la que llegué por mar y me marche volando. Tres días para ver emigrantes, conocer al general Artigas en su estatua ecuestre y pasear por las calles y avenidas buscando la poesía de Benedetti. Encontré palabras perdidas en un mercadillo y me traje unas pulseras elaboradas a base de tenedores, cucharas y otros utensilios de comida. Deambulé por la noche montevidiana y me refugié en el único Pub abierto en toda la urbe. Cansado ya del mismo dibujo nocturno solicité cambiar de aires, buscar otro refugio antes de que llegara el alba. Que los santurrones y santurronas de boquilla no se asusten que ni quería ni buscaba lugares de mal vivir ni de señoras putas, sólo un lugar donde tomar la última copa, apurando la última cruz clavada en mis resacas.
Y Montevideo nos sonrió con luna llena mientras mis acompañantes y yo viajábamos en el taxi rumbo al nuevo refugio, navegando entre avenidas, buscando el abrigo del puerto que en este caso olía a whiky en vez de a salitre. Pagamos la carrera y nuestro nuevo destino me dejó sin palabras y eso que tenía la boca abierta mientras mis amigos de Montevideo caminaban sin pausa hacia el nuevo destino.
En un momento dado intuí que nuestro nuevo puerto no era más que un lugar de tránsito hacia el refugio definitivo, y entonces caminé tranquilo y entre la gente, más bien escasa del lugar, busqué a Benedetti que, como es obvio, ni estaba ni se le esperaba a esas horas y en ese lugar. Pronto comprendí que aquel era nuestro destino, que no habría tránsito, que aquel era el Pub buscado. Lo digo porque me sentaron en una mesa y llamaron al camarero. Mire a todos lados incrédulo y tras pensarlo dos minutos, pedí una botella de agua. Que coño iba a pedir en la estación central de autobuses, lugar donde me habían llevado para tomar la última copa. Luego pedí un café y un croassant para asombro de mis colegas sudamericanos que seguían con su gin. Poco después desconecté, entre anuncios por altavoz de líneas que iban a lugares que ni sabía que existían, y pensé en Don Mario y su frase "el futuro no es una página en blanco es una fe de erratas" y mi futuro era la cama de mi hotel, mi fe de erratas de una noche en la estación de autobuses de Montevideo. Y además, no encontré a Benedetti.
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